Hispanic Culture Review

Fall 2000-Spring 2001, Volume VII, Number 1-2

NARRATIVE / NARRATIVA


 
Carmen Dinorah Coronado

Convergencias

          Ahora que te dedicas a criticar mi silencio e importunar el ritmo de mis reflexiones, te recuerdo que aunque somos siamesas que compartimos la misma espalda, somos dos en una y debemos respetarnos, apoyarnos mutuamente.
          ¿Que te has enamorado de ese payaso?  Eso faltaba.  Desde que te llama por teléfono, me arrastras cada vez que se te antoja y te lanzas a oír su preciosa voz.  ¿Por qué no me dejas descansar, pensar un rato; componer mi propia melodía?
          Eres caracol disfrazado de liebre, y  yo cargo con tu prisa. ¿Por qué en lugar de la  espalda, no compartimos el mismo brazo?  Así te contemplaría yo de perfil y te hablaría con la mirada.  Leerías el murmullo de mis labios o te lo diría con el lenguaje de mis dedos. Pero no, sólo mi voz, tu voz; la monotonía eterna de tu eco me persigue.
          Recuerdo cuando ensayábamos nuestros primeros pasos. Tú querías correr, y yo simplemente caminar. Engullías tu comida a ritmo supersónico; yo, en cambio, nunca terminaba la porción servida. En cuanto te sentía lamerte los dedos, daba la vuelta para que ingirieras el resto de mi comida, con tal de poder contemplar los peces multicolores que retozaban en el estanque. Les tiraba algunas migajas de pan recién cocido o casabe tostado, y los adormecía con las melodías de mi pequeña armónica.
          A veces te pones nostálgica y yo quiero danzar para alegrarte. Me torno inquieta, como avecilla ansiosa. Toco lo que alcanzo de tu cabeza y escucho cuando absorbes el llanto. Te prefiero así:  niña, seda, silencio.
          Me siento mejor en compañía del pensamiento. El roza mi cuerpo de pies a cabeza. Lo siento frotarme como el ojo mágico que me recorre la interioridad. Se convierte en risa, deseo, timidez, llanto.
          Esther, somos esencias de la misma piel. Es nuestro destino trazar los mismos senderos, acariciar la misma brisa, aunque en direcciones opuestas. Eres revoloteo de mariposa, y yo cascada en remanso.
          Por suerte, llegó la noche y durmió tu alboroto, y yo puedo susurrar lo que leo en mi alma. Lo grabaré en la cinta del recuerdo. Ahora descubro que me baño con tus sueños, que suspiro con tus deseos y que me inundan tus fantasías.
          Siento que tu payaso, aquel que arranca de tus labios madejas de risa, también se adueña de mi corazón. Son dos corazones.  ¿Permite, Esther, que él me regale un beso a tu espalda?
 

La desnudez de una manzana

          Toda la ilusión que hoy me embarga, quiero que perdure, es por nuestro amor y felicidad..., canta Eva eufóricamente, bajo el rocío de la ducha en su espalda.  En ese instante, los repiques de campanas, las sirenas de bomberos y las voces agitadas del vecindario, la sacaron de su ensueño:  “¡Tírense a la calle.  Hubo un temblor de tierra y se espera otro más fuerte!”
          La joven dama echó a correr escalera abajo.  Se reunió con cinco vecinas a comentar sus experiencias en torno al fenómeno recién ocurrido, luego de dar gracias al Creador por su protección, mediante la oración del Padre Nuestro.
           “Yo movía las habichuelas”, comentó Teresa.
           “A mí me agarró sentada en el inodoro”, contó Adela entre carcajadas.
           “Yo barría el patio”, añadió Estela.
           “Acababa de tender el último vestido en el patio, cuando oí el vocerío”, dijo Petra.
           “Pues yo cantaba en el baño, muy quitada de bulla”, confesó Eva.
           Entonces advirtió que estaba totalmente desnuda.  El susto la paralizó y sólo tuvo lucidez para cubrirse los senos y genitales con ambas manos.
           En cuestión de segundos, recorrió su cuerpo de pies a cabeza:  las uñas descuidadas, el vientre un poco abultado, algunas huellas de celulitis en los muslos; los pezones erectos y la figura aún esbelta que Carlos había olvidado acariciar por muchos días, por el exceso de ocupaciones.  Debía trabajar horas extras para sostener la familia que había aumentado a cinco miembros, con el nacimiento de los gemelos sietemesinos.
           En ese instante, se acercó tímidamente Rogelio, el jardinero de la casa, con una bata estampada, y le pidió:  “Tápese, doña Eva”.


Luis Francisco Rebollo Torrea

 El tren se ha ido...

           No es un reproche lo que grito al silencio, lo que me inunda los ojos y corta el aire en las madrugadas...
           Tan solo es la evidencia, la claridad en la visión de las cosas, de los detalles, de ese tren de pequeños vagones que conduce a un hombre a la estación de un morir, de ese tren cuya estación unos conocen y otros no...
           Ese tren que se detiene en ocasiones ante unos ojos que lo ignoran, ante unos ojos con demasiadas lágrimas para poder ver claro, con demasiadas lágrimas para disfrutarlo, con tanto dolor en las retinas que hace de los párpados un chaleco antibalas,... que defiende de lo malo, pero impide alcanzar ese oasis tan buscado, ese oasis que para mí un día se encontró en tus ojos.

           Porque hay días que la vida de un hombre resulta el andén de una estación en la mañana. El pensamiento, un paseo al lado de esa vía que se abre al horizonte...
           Pero ese horizonte no siempre nos aguarda, no siempre espera que hayamos enjugado pretéritas lágrimas, no siempre comprende el abrazo que nos da la duda y que nos retiene sentados ante un café mientras vemos subir a otros pasajeros conscientes de su destino, con la promesa de un viaje venturoso colgada a su espalda o llevada de la mano.
           No es un reproche lo que grito al silencio, lo que me inunda los ojos y corta el aire en las madrugadas...
           Es la certeza de haber visto arrancar ese tren ante mis ojos, de haber visto sus puertas cerradas, de saber que crecerá el desierto entre los raíles al otro lado del humo de la taza de café.
           No es la lejanía del tren lo que me preocupa como viajero, es la soledad que se despierta y acompaña a ese expectante silencio de hierro, prensa y maletas. Es esa certeza de no tener un destino al que acudir, de no tener un camino...

           Mi viaje no podrá ser nunca como el de cualquier otro viajero, porque en mi viaje no hay destino, ni camino, sólo una estación que avanza inexorable a la soledad y el vacío.
           Mi viaje no podrá ser nunca como el tuyo, ni como el de los pocos viajeros que nos rodean, porque el tren que yo aguardaba se va contigo, porque el tren que me esperaba viaja sin marcha atrás hacia el olvido...

           ¡Cuánto llanto es necesario para inundar los raíles por los que huyó tu cariño!
 

In Memoriam
     A mi padre

           Hoy he vuelto a visitarte como en tantas ocasiones desde aquella noche gris oscura de hospital, desde aquella última tarde en que el sol decidió oscurecer nuestras miradas y desde aquel amanecer distinto en cada color, cada flor, cada mano...
           He recorrido el mismo camino que otras veces hacia la fuente, con el humilde frasco vacío para llenarlo de flores y he dejado a mamá junto a ti dialogando.
           Al regresar con el agua por el mismo paseo he descubierto algo más que la zona nueva del cementerio, he descubierto un camino hacia la Gloria. Y me ha dado por pensar que alguien pudo con tanto acierto representar la Resurrección en esa disposición del paseo en la que, por mucho que se intente, nunca agarrarán esos dos cipreses que faltan, nunca tomarán porque representan a los apóstoles de la duda y la traición, a Tomás y a Judas... Por eso nunca germinarán sino los otros... Y todos, presentes, ausentes o huídos, escoltan al visitante bajo la atenta mirada de aquel otro por encima de todos, de Aquel por excelencia, asomado al barandado donde acaso por la noche pasean las ánimas de los ilustres aragoneses, asomado al horizonte del pinar de Venecia, a la espera tal vez de que alguien suba arrodillado las escaleras que se encuentran a sus pies, esas escaleras con aspecto eclesiástico y un cierto aire monacal.
           He recordado en esos momentos muchas cosas de ti. Demasiadas para un camino tan pequeño, para el poco tiempo que cuesta adornar tu lápida...
           Algo para mí muy importante y que permanecía escondido en los rincones de mi memoria es que me enseñaste a leer. Contigo aprendí a disfrutar de la palabra impresa cada vez que te contemplaba al trasluz de la ventana, absorto en la lectura tan querida por ti de El Vizconde de Bragelonne de Alejandro Dumas, y asistía a la magia de aquel estar ausente por completo del mundo que te rodeaba, de aquella forma de viajar tuya sin abandonar tu sillón preferido.
           Anteayer estuve en el cine, ¿y sabes qué película vi?... El Hombre de la Máscara de Hierro, de Randall Wallace... No sé si a ti te hubiera gustado. He visto ciertas licencias que hacen de la proyección un prodigio, pero que se apartan de la historia que a ti tanto te gustaba, de las auténticas vidas de tus adorados mosqueteros. Tú siempre preferirás la versión de 1929, aquella de Allan Dwan y que protagonizó Douglas Fairbanks.
           He reflexionado y he concluido que Dios te ha premiado en muerte con aquello que acaso hubieras deseado en vida. Nunca fuiste un mosquetero aunque tuviste tu guerra y tu trinchera como ellos en La Rochelle.
           Pero si hay algún camposanto en el mundo que disfruta del encanto particular de aquellos folletines de capa y espada, si en algún cementerio hay cierto rincón donde pudieran reposar los restos de aquellos héroes tuyos cuyo fervor me transmitiste, es este recoleto espacio que recuerda los claustros que pisó Aramís o esclavizaron a Constanza, que recuerda el cómplice monte, testigo de tantos encuentros clandestinos, persecuciones, tramas, que acaso encontraron reflejo en tu memoria de ferroviario del siglo veinte y te supieron atrapar lo mismo que a mí años después me han atrapado unas palabras de D’Artagnan a la Reina, en la cinta de Wallace: “Amaros hubiera sido traicionar a mi Rey... Pero no amaros hubiera sido traicionar a mi corazón...”.
           Tu muerte no fue la de un magnate que reparte su fortuna. Tu muerte no me trajo riquezas materiales... Por eso tu mejor herencia para mí es y será esa imagen de hombre en actitud de leer, esos momentos de reflexión sobre la acción que tanto enseñan, que tanto ayudan a vivir en estos dias inciertos que cantan los Celtas Cortos, en estos días dudosos que cierran las puertas a la pasión, y convierten en majestades a la frialdad y al cálculo.
           Quizá todavía quede una batalla, una última batalla para tus queridos mosqueteros, para que incluso puedas batirte junto a ellos y devolver el trono a quien de verdad le corresponde: al corazón que nunca debió ser destronado.
          Hasta entonces, padre, sabe que dejas un hijo que, como el D’Artagnan de la película de Wallace, está obligado a llevar una vida de renuncia, en silencio, sin poder abrazar cuando quiera a la mujer que ama... Y es que te fuiste tan pronto... ¡Te he echado tanto de menos desde que la conocí!... Si el Cielo tuviera correo electrónico... ¡Si pudiera escribirte a la cuenta felix@cielo.jhs!...
           Me marcho. No sé cuándo volveré a verte: diez, quince días... Vuelvo al esperpento, al gran teatro del mundo donde me ha correspondido el papel de un Segismundo encadenado a las lamentaciones. O mejor, porque tú así lo preferirías: vuelvo a mi Máscara de Hierro, a esa prisión de la vida que hace necesario demostrar a la gente que me rodea cuánto chiste fácil, cuánta risa, cuánto juego de palabras, cuánta borrachera, viaje, cine, libro, amigo, mujer... son necesarios para ocultar un sufrimiento.


Alberto Chamorro

 ¿Para qué sirven los diccionarios?

           De acuerdo al Pequeño Larousse Ilustrado la palabra diccionario es de género masculino y por ella se entiende “Libro en que, por orden comúnmente alfabético, se contienen y explican todas las voces de uno o más idiomas, o las palabras correspondientes a una ciencia o especialidad determinadas”. Profundizando aún más, el Diccionario Enciclopédico el Ateneo nos cuenta, desde sus orígenes, la historia de los diccionarios e  incluso, nombra en entradas individuales a los diccionarios bilingües, de la rima, de sinónimos, enciclopédicos y etimológicos.  Sin embargo, por más que a través de estas definiciones comprendamos con bastante exactitud qué es un diccionario, ninguna de ellas nos explica para qué sirve. El motivo es obvio, ya que, como cualquier otro objeto, su utilidad está dada por el uso y no el fin para el que fue creado. Así podemos afirmar que el mismo diccionario tendrá diferentes usos de acuerdo a quién sea su propietario.  De esta manera surgen, de forma prácticamente natural, tres grandes grupos según su empleo: “indiferentes”,  “conscientes” y “fanáticos”.
           El grupo de los “indiferentes” es quizás el más grande en número, no poseen un diccionario y probablemente no les interese tenerlo, ya que desde su visión limitada el uso o utilidad del mismo se restringe a aquel que le confieran sus características físicas y mecánicas; según el tamaño y peso que tenga el libro les podrá servir como pisapapeles, contrapeso o lastre. De más está decir que este grupo es también indiferente al buen uso de la lengua castellana, a la correcta ortografía y a su empleo apropiado.  Si llegasen a tener un diccionario y lo consultaran, su valor les sería relativo, ya que muchas de las palabras que usan a diario todavía no forman parte de los diccionarios.
           El grupo de los “conscientes”, menor en número que el anterior, está compuesto por orgullosos propietarios de dic-cionarios.  Estas personas están convencidas de que en cada
hogar que se precie de culto debe haber un diccionario y, dentro de lo posible, éste debe estar ubicado en un lugar conspicuo de la vivienda para que sea bien visible y, si se da el caso, eventualmente, consultarlo. El problema con este grupo es que en ocasiones la encuadernación del libro es más importante que el contenido y muchas veces la única lectura que han hecho del volumen se reduce a las letras doradas del lomo.
           Finalmente tenemos al grupo de los “fanáticos”, poseedores no de uno sino de varios diccionarios en distintos tamaños, colores y especialidades. Conforman el más reducido de los grupos aunque son dueños del mayor número de ejemplares, consultan los distintos diccionarios con frecuencia. Tanto es así, que a través de las hojas sobadas y los lomos agrietados podemos imaginar el uso constante al que son sometidos. Algunos de estos “fanáticos”, quizá por una deformación profesional, experimentan un deseo incontrolable de consultar los diccionarios a toda hora y por cualquier motivo. Entre ellos podemos encontrar docentes, traductores, editores, lexicólogos y escritores, aunque, en algunas ocasiones, hay quienes forman parte del grupo sólo por afición. Sin dudas este es el grupo que, en general, mejor trata la lengua y el que utiliza los diccionarios de acuerdo con el propósito para el que fueron creados, pero (y siempre hay un pero) a veces se entusiasman y pecan por exceso.
           En resumen, y a modo de conclusión, sería bueno tener en cuenta el artículo de Gonzalo Martín Vivaldi en su libro Curso de Redacción (244) en el cual nos dice que “no es indispensable ni preceptivo considerar al diccionario como la Biblia”, ya que la dinámica de la lengua hace que, a veces, no encontremos avalados en el diccionario vocablos de uso cotidiano perfectamente comprensibles por todos. Entonces, el punto justo para el uso del diccionario, como para tantas otras cosas, esté quizás en encontrar el equilibrio correcto. No deberíamos ser ni “fanáticos” ni “indiferentes”, tampoco tenerlo como elemento de decoración ni como el rector de nuestra pluma; simplemente, valorarlo po lo que es, un elemento de consulta.


Kelly Michels

 Ode to Spain

           When the air is as breath taking as it is breath inducing, when the wind is as numbing as it is invigorating, when the sun is as enlightening as it is bright, and when the earth is as moving as it is spinning, my vision is turned upright in the burst of an instant and I see, in a heart beat, and I believe. Traveling has a way of extracting the unconscious transcendentalism from a moment just briefly enough for it to be ingested by the awareness. There is no revelation more valuable than when it brings a susceptibility to the inborn senses. A recent trip to Spain graced itself in this moment and exists as a consequence of it.
           Spain aroused a disassociation in me, that escapes me in daily routine. Previous to my trip, I was  blinded by familiarity, and forgot that living cannot be a habit, but only existing can. The Spanish live from one breath to the next. They were not chained within the restraints of time’s implications. And, for most of the month I seemed to have abandoned anticipation. They did not trick themselves into believing that foresight is the main ingredient of reality. We are all prisoners of gravity, and that fact has not escaped  Spanish nature. Yet, the conviction of it stands frightfully alone. In America we condense everything into a relevance for the next hour. But, in Spain time is not that superficial. Rather, there is a raw energy diffused throughout the psyche that is inescapably contagious even to a foreigner like myself. Because there I was not a foreigner; I was not foreign to anything I experienced while under the influence of the Spanish sun.
           A heart that fiercely pumps the blood of intuition, Spain is an organ that is constantly recycling the vitality of past centuries and possessing its people with the phenomenology and pathology of the spirit. I found myself relying on the energy exerted from the motion of the sky to feed me a sense of time. Thus, the most transforming fixation in Spain was the intervals of time I found while I was there. At every corner there is a new hour, for every street, there is a clearer minute. But, each second, minute, and hour belongs to a different realm; it is because of all these evident layers and different worlds thriving in each other, that Spanish culture remains to be so invigorating to its society today.
           Just look anywhere as long as it is a diversion from the path of your own mind set, and there comes an instantaneous peace in witnessing the world’s plain obscurity—an obscurity that needs no justification or explanation. Very few people, if any, are ingenious enough to find peace by untangling the intricate layers of pattern upon pattern that riddle the world of human life. Enjoyment is much more attainable by apprehending the presence of dozens of different realms that extend beyond those patterns. We forget that in order to live freely with ourselves, we do not have to retreat into ourselves. Instead, truly living is not sacrificing one’s nature in order to believe, but to believe in the forces of believing. I saw how the concept wraps its firm fragile body around Spain, adorning both the antiquity and modernity of the region.
           This mentality is the richest substance that concentrates Spanish culture. Going with the instincts and following a set of standards which are only implicit in an innate sense, enables people to live very comfortably in their minuteness. Absent is the urge to continuously prove oneself as larger and above the mysterious aura and potency of the natural world. The Spanish do not deny how small a person is relative to the awe inspiring universe; thus, rather than being humbled by such a fact, they seemed empowered by it.
           Society too often assumes that it is humanity which is responsible for the energy that fuels reality.  However, in acknowledging that mankind is but a small product of a vast energy that even the energy itself finds no end—that humanity and its realm is merely finite among the infinite, instigates a feeling of gratefulness to have this life, and to be part of this chance of chances. Oblivion is so much more ripe than the fruits society tempts us with. When seduced by the current into following the natural tides of the world, there are no temptations; everything is a given. Taking pieces of the world as their material, Spain emerged from the undertow with a voice full of affirmative expression. Hence, I could hear the art from hundreds of miles away, whispering, just seconds from my ear.
           Cathedrals stand like icons of the conscious bounty in Spain, thus testifying of earthly and unearthly power. The elaborate style and details cast in gold, mark the ambitions of past legendary kingship. Yet, the mastery behind the elaborate implies something beyond the limits of flesh. It implies something of the spark of completely different realms. Because, as you look from a distance, you feel a confounding unity brought on by the sight of so many different individual worlds. But, this unity also appears to parallel the mastery of the universe. And, as you get closer, you find that each detail has a beautiful simplicity all its own. These cathedrals are such intense pieces of art because they are influenced by so many intervals of time without imitating any of them. Like all great works of art, they take on a life of their own.
           Though physically concrete, the cathedrals stand on a foundation of waves. Without such a foundation, they would not be as possessive over our passions. The light is the entity of the church, the sound is the force of our presence, and its truth floods over us like undulating oceans. We are brought under the different pressures of time in its most beautiful form. And, because it mediates human experience,  it is a form with a profound visibility.
           In Spain the eye is much more in tune with experience itself as evidenced in the way the Spanish people neither immerse their vision within themselves or in external relevance. Rather, they see for themselves, abiding to a sensual truth. The accumulation of my perceptions led me to believe that there are no answers in this world because there is nothing that should be deemed as questionable. The world is much like a book in which the masses of individual feeling is voiced through questions, yet bound together by the universality of answers. But, the questions are not answerable because they cannot be separated from its context. It would endanger the solidity of the binding. Feeling their way with fingers stretched from their hearts, the Spanish flow like the words from a book—as they simply live without the answers. Throughout my visit, I was fortunate enough to catch a handful of words. And, it was enough of the letterless language to sum up the forgotten freedoms living within me.


José Sánchez Carbó

 Edipo El Predicador

           La Resurrección es una cantina llena de anécdotas silenciosas. Me gusta frecuentarla porque está llena de gente comprensiva, pacífica. Entramos exclusivamente a tomar y no a escuchar estupideces de ebrios tales como aventuras sexuales, interminables discusiones o absurdas quejas. Llegas, te sientas en la barra y le pides a Raúl lo que más te apetece. Por eso nos sentimos felices, a gusto.
           La consideramos un monasterio para borrachines. En silencio levantamos la copa y bebemos nuestra conversación. Todas nuestras tonterías caen al estómago, después se almacenan en la vejiga y finalmente las depositamos en la coladera que está en la parte inferior de la barra. La Resurrección tiene sus encantos y éste es uno. No tenemos que caminar para ir al baño. Esta genial idea de Raúl tiene su razón. Si vas al baño se te ocurren “interesantes” ideas, las cuales inmediatamente quieres comunicar. Por eso Raúl instaló el mingitorio justo debajo de donde bebes. Es un gran canal. Sólo te paras del banco, bajas la bragueta y le dices adiós a las palabras. Aquí no hay un letrero de “baño” sino uno que dice “Desagüe para la intrascendente palabra etílica”. Es una bendición.
           El silencio es una regla no escrita —¿un secreto a voces?—. No dice en la entrada: “No se puede hablar en este lugar”, “Prohibido hablar”, “Cualquier palabra puede ser utilizada en su contra” o “Todo aquel que hable será consignado a las autoridades correspondientes”. Los clientes consideramos el silencio como nuestra paz. Sin embargo, en ocasiones llegan tipos para romper la armonía de La Resurrección. Hablan, blasfeman, quieren pelea, toman poco y se retiran. De ellos, el más recordado fue Edipo.
            Era un ciego fanático religioso, un profeta del Apocalipsis y sus revelaciones. Un visionario, según él. Tenía una frondosa barba llena de pelos negros y chinos, como vello púbico. Cuando entraba era imposible detener su sermón. Al principio fue difícil soportarlo pero con el tiempo llegamos a tolerarlo porque, al terminar su reflexión, se sentaba y bebía en silencio como todos los demás. Es lo poco que conozco de su vida.
           Un día, Edipo entró y se paró, como siempre, justo en medio de la cantina. Todos esperamos una predicción más. Pero se quedó callado. Sólo acomodó sus gafas oscuras con la punta de su bastón. Con la mano izquierda cargaba una garrafa. José, uno de los parroquianos más jóvenes del monastebrio, me miró y levantó las cejas tratando de averiguar algo, queriendo abrir la boca. Sólo levanté los hombros, también estaba a la expectativa.
           En un momento determinado todos tuvimos curiosidad de preguntarle qué le pasaba porque al rato uno por uno nos bajamos el cierre y depositamos nuestras palabras líquidas en el canal. Valerosamente nos rehusamos a hablar.
           —Hoy asesiné a mi madre —se animó a decir pero nadie le hizo caso—. ¡Hoy asesiné a mí madre! —gritó.
           Agarramos nuestros vasos y bebimos todo de un trago. Raúl le sirvió una cerveza y se la puso en el suelo, frente a él.
           —No lo pude evitar —le dijo a nadie, tal vez al viento, lloriqueando—, se creía una santa, una virgen. Ayer en la noche escuché a una señora, una enviada. Dijo que estamos cerca del juicio final, del fin de nuestros días. Hay señales suficientes. Los mensajeros del mal están entre nosotros provocando guerras, transmitiendo epidemias, asesinando inocentes, engendrando hijos bastardos, es la depravación como en la mítica Sodoma y Gamorra...
           —Gomorra —le corregí imprudentemente.
           —... nuevos anticristos van a aparecer como hijos de Dios nuestro señor. Las santas nos engañarán con falsos milagros, nuevas deidades se presentarán ante nosotros tocando las trompetas del cielo. “El final está cerca” repitió una y otra vez la señora. Los escépticos cometerán un grave error. La Profecía está escrita en el Pentateuco, en los Cinco Libros de Moisés. La han predicho Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel y Juan. El sol se tornará negro y la luna será sangre, las estrellas se caerán. El Anticristo reinará al final de los tiempos...
           Hizo un dramático silencio. Respiró profundamente y siguió:
           —¡Juro por mi madre que el anticristo estaba en mi casa! Luché contra él, no contra mi madre. La policía no lo entenderá.
           Tanteando con el bastón encontró el vaso de cerveza. Se agachó y tomó el líquido. Estuve a punto de aplaudir. Pero enseguida abrió la garrafa y empezó a vaciarse gasolina sobre el cuerpo. Exigió un encendedor. Antes de dárselo prendí un cigarro. Lo agarró y se incendió. Ardió sin moverse, sin quejarse. Fiel a las costumbres de La Resurrección no abrió la boca ni siquiera para quejarse, ya había hablado suficiente. Su barba se enchinó todavía más. Los lentes se fundieron en su rostro. Dejó un terrible olor. José me miró y yo sólo levanté los hombros. Nadie quiso comentar algo al respecto.
           Todos vimos en el bonzo un sacrificio para la purificación de la raza humana. Desde entonces, cientos de curiosos se han parado en La Resurrección para conocer un poco más de Edipo El Predicador. Pero ninguno de los testigos hemos dicho palabra alguna. Una noche entró una señora, quien dijo ser su madre, para exigirnos una explicación del suceso. Raúl sólo le sirvió un trago y todos nos bajamos la bragueta. La señora, aterrada al ver nuestra sincronía, salió corriendo sin decir una palabra.