NARRATIVE / NARRATIVA

Hispanic Culture Review

Fall 1999-Spring 2000, Volume VI, Number 1-2

 

Ada Ampuero

Una promesa

             Hoy he muerto. Lo supe cuando recobré el dominio de mí misma y pude abrir los ojos, incorporarme, ver, ver a mis diablis. Pálidas, desencajadas, con los ojos hinchados de tanto llorar, Gabriela y Vanessa se inclinaban sobre mi cuerpo llamándome inútilmente. Diego trataba de calmarlas, pero también lloraba. Una monja excesivamente joven, casi tanto como los hijos menores de los diablis, rezaba a los pies de la cama. Todo estaba como suspendido, un olor extraño llenaba el ambiente, los sonidos parecían amortiguarse.
            Dos enfermeras entraron presurosas y, tras ellas, el mayor de mis sobrinos nietos, el médico. Iba a decir algo, pero se arrepintió y regresó sobre sus pasos. En la puerta quiso detener al resto de la familia, pero fue inútil, ya todos pasaban y rodeaban a los diablis. Los abrazaban, les hablaban quedo, los consolaban.
            Algunos se retiraron a la puerta, los más serenos. Conversaban entre ellos. Se repartían –lo sé– esas tareas penosas y sombrías que preceden al velorio y al entierro. Estaban tristes y preocupados. No tanto por mi muerte, sino por la reacción de Gabriela, Vanessa y Diego. Soy –perdón, he sido– la última de mi generación y, aunque parezca presuntuosa, debo decir que mis diablis me adoran. Me quisieron siempre, pero a cada muerte de sus padres se apretaron más a mí.
            Al cabo de un rato las convencieron a ellas que había llegado el momento de retirarse. Pero Diego es terco como lo fue su papá. No quería salir.
            –¿Vamos, Diego? –el esposo de Vanessa lo tomó suavemente del brazo–. Estás agotado; llevas no sé cuántos días sin dormir. En casa podrás...
            –No, cuñado, llévense a Vane y a Gaby. Yo voy a encargarme de todo. Ya estoy acostumbrado, lo hice con mis padres, también tengo que hacerlo por la tía Ada.
            –Pero ahora estamos nosotros, tío –intervino el médico de la familia, señalando con un gesto de la cabeza hacia el grupo que formaban sus hermanos y primos–. Si tú no te vas, ellas tampoco van a querer irse. Deja que nosotros nos ocupemos de esto.
 Diego se resistió un poco todavía, pero al final salió con los demás.

            Unas horas después, mi cuerpo quedó cómodamente instalado en este ataúd gris de formas sencillas al que rodean las luces mortecinas de cuatro focos eléctricos. A los pies han colocado un reclinatorio que invita a rezar. Detrás cuelga un espeso cortinaje. Casi pegadas a las paredes han acomodado las coronas y cruces de flores; los arreglos más pequeños yacen por el suelo. Más cerca de mí, empañando con su frescura el vidrio que deja a la vista mi rostro arrugado, hay solamente un ramo de claveles que dice: “Tus diablitos”.
            Todo el día ha salido y entrado gente de este salón: mis primos más jóvenes que todavía me sobrevivirán un tiempo, los amigos y familiares políticos de los diablis y de mis sobrinos nietos, algunos parientes lejanos. Y, por supuesto, mis amigos, mis queridos amigos, la mayoría mucho menores que yo. Vinieron casi todos; si no fuera por sus semblantes afligidos, me parecería estar en la fiesta de mis 85 años. Al mediodía estuvo aquí una delegación de la entidad donde trabajé cuarentitantos años. El joven que presidía el pequeño grupo se acercó a Diego –en ese momento Gabriela y Vanessa habían salido– y le habló de mí en términos muy elogiosos. ¡Qué orgullosa me sentí! Mencionó algo así como que yo había formado a muchos profesionales y dejado una “escuela” que seguía marcando el rumbo en la editorial.
            Siempre pensé en cómo sería esto, qué se sentiría estando aquí. Nunca me imaginé esta sensación de placidez que me colma. Libertad, alivio, gratitud, todo el amor que di y que me dieron se mezclan en mi ánimo. Solamente algo me apena, algo que le debo a alguien y no puedo hacer por mí misma. Es un sueño antiguo, muy antiguo, que acaricié para este momento; pero tonta de mí, no me aseguré que se cumpliera. Estaba por hablarles de eso a los diablis, pero el derrame me quitó toda posibilidad.
            Vanessa y Gabriela estuvieron aquí hasta hace un momento. Ellas mismas quisieron vestir mi cuerpo y maquillar mi rostro para darle un aire sereno y digno. Mientras luchaban contra la rigidez de mis miembros, conversaban de mí, de lo que ha sido mi vida. Poco a poco sus recuerdos las llevaron a su niñez despreocupada y bulliciosa, cuando su mundo giraba en torno a sus padres, sus abuelas y yo. Se acordaban de sus juegos, del colegio, del barrio, sus primeros perritos, los días de playa, pero no de lo que yo quería que se acordaran. ¡Oh si se acordaran, si se acordaran, yo sería la difunta más feliz del mundo!

            Entro a la larga calle en curva del colegio de las diablis. Apresuro el paso, pues hace diez minutos que debieron salir. Casi al final de la calle distingo grupos de niñas alrededor de las carretillas de vendedores ambulantes que se estacionan frente a la puerta.  De pronto, dos siluetas se separan corriendo de un grupo y vienen hacia mí. Tardo en darme cuenta que son ellas y apenas tengo tiempo de pararme firme antes de que el ímpetu de su carrera me haga trastabillar.
            –¡Tía Ada, tía Ada! –gritan casi al unísono.
            –¡Cuidado, diablitas, me van a hacer caer! ¿Hace rato que salieron?
            Me agacho para estrecharlas y besarlas. Desde hace algún tiempo, estas niñas, Gabriela y Vanessa, y el hermanito de la segunda, Diego, entretienen mis días y me distraen de mis tortuosas cavilaciones.
            –¿Por qué no viniste en tu “bicla”, tía Ada? –pregunta Gabriela sin contestar mi pregunta.
            –Es que la Plumita está con sus piernas muy flacas, no iba a poder sostenernos –explico yo– ¿Vamos ya, diablis?
            –Antes cómpranos algo, tía Ada –pide Vanessa.
            –Ahora no, Vane, falta poco para el almuerzo –digo cogiendo sus mochilas.
            –Pero nosotras nos morimos de hambre, tía Ada, -dice Gabriela viniendo en apoyo de su prima.
            –Mejor, así no dejarán ni un granito de arroz –resuelvo yo.
            –Ya pues, tía, no seas mala –insiste Vanessa.
            –En la tarde, lo que quieran, diablis, pero ahora no. Después se les quita el apetito, no quieren comer y las terminan gritando. Y ya saben que a mí no me gusta que las resondren, ni siquiera sus mamás.
            –En mi casa, los sábados almorzamos pasadas las dos, tía –reclama, Gabriela–. No seas así.
            –Porfa, tía Ada, porfa, solamente una gaseosa
            –Vanessa parece desfallecer.
           Todavía trató de disuadirlas con más razones, pero termino cediendo y las acompaño, resignada, a escoger las golosinas. Pienso, como en otras ocasiones, que quizá fue mejor no tener hijos propios. No los hubiera podido criar bien, soy muy consentidora.
           Por fin, cuelgo las mochilas de mis hombros, tomo a Gabriela y a Vanessa de la mano, una de cada lado, y marchamos las tres a buen paso. Por momentos se sueltan y corren por delante, pero siempre regresan a cogerse de mi brazo. Me cuentan de la actuación del próximo viernes y de los disfraces que les están preparando. Me entero que Diego se cayó de la bicicleta por hacer carreras con un vecinito. Me preguntan si siempre los llevaré a los tres al teatro cuando empiecen las vacaciones.
            Ya en la casa, acepto jugar una rueda de jacks con las dos, pero, ¡oh milagro!, son ellas las que se aburren primero. Propongo entonces que se intercalen en la lectura de Cholito en los Andes mágicos, pero surge una idea mejor.
            –Tía Ada, ¿por qué no nos enseñas ahora al de la foto? –propone Gabriela.
            –Ay, no, Gaby, no me pidas eso. Está guardado, tendría que subirme en un banco y sacar un montón de cosas. Está muy atrás y debajo de todo.
            –Siempre dices lo mismo, tía Ada, o que no tienes tiempo –protesta Vanessa–. Así nunca lo vamos a ver.
            –Pero, diablis... Además no está Diego, y él también tiene que verlo –apelo a la solidaridad inconmovible que han creado entre los tres.
            –No importa, cualquier otro día se lo enseñas a él, tía Ada –dice Gabriela.
            –¿Cómo?, ¿pretenden todavía que vuelva a sacarlo?
            –Nosotros te ayudamos, tía, pero ahora queremos verlo, porfavor-porfavor-porfavor –Vanessa junta las manos en ademán de ruego.
            En qué hora les enseñé la foto, me digo cansada de antemano. Ya me fregué, Gabriela y Vanessa no pararán hasta verlo. Hago acopio de energías y les digo:
           –Bueno, diablis, pero después me ayudan a poner todas las cosas en su sitio.
           –¡Yuppi, tía Ada, yuppi, yuppi! –me ensordecen con sus gritos las dos.

           –¿Aló? –contesta el teléfono una de las hijas de Vanessa.
           –Prima, dime, ¿llegaron mis papás? –la voz de la hija mayor de Gabriela suena apremiante.
           –¿Tus papás? No, si más bien estábamos a punto de llamar a tu casa para saber si ya estaban allí mi mamá y mi tío Diego. Creí entender que los dos iban para allá.
           –¡Uy, no, se están cruzando, y a esta horas!
           –Pero cómo, no entiendo, ¿se han puesto de acuerdo o qué?
           –No, no creo. Mi mamá estaba en su cuarto con mi papá. Le dimos una pastilla para que se relajara y durmiera. Pero dice mi papá que daba vueltas y vueltas y no conciliaba el sueño. En una de esas se levantó, dijo que tenía que hablar con sus primos, pero que tenía que ser personalmente. Le pidió a mi papá que la acompañara adonde tu mamá, se vistió y salieron casi corriendo los dos.
          –¡No te creo! A mi mamá se le dio por lo mismo, pero como mi papá todavía no regresaba, agarró las llaves del auto y salió con mi hermano. “Voy primero adonde tu tío Diego y de allí adonde tu tía Gaby”, me dijo. Y partió disparada.
          –¿Y ahora?
          –Bueno, los primeros que lleguen que llamen. ¿Te parece?
          –Listo, pero todo esto me parece muy raro.

          ¡Qué emoción! ¿Será lo que creo? Gabriela, Vanessa y Diego han armado una pequeña revolución. Llegaron aquí pasada la medianoche, preguntando por la llave de mi biblioteca, y el corazón me dio un brinco. Este velatorio cierra sus puertas a las diez de la noche y no abre hasta las seis de la mañana, así que para que no me quedara sola, varios de mis sobrinos nietos acordaron pasar la noche aquí. Conversaban a media voz, enternecidos por esta tía abuela que todavía alcanzó a engreírlos y malcriarlos, cuando los diablis irrumpieron con el vigilante de turno. Explicaron que debían buscar algo entre mis cosas y que no podían esperar hasta mañana, porque, en realidad, no sabían bien si iban a encontrar lo que necesitaban. Total, salieron con el tercero de los hijos de Diego –y conmigo– rumbo a Breña.

           La casa de Breña tiene apenas unos cuantos años menos que yo. La mandó construir mi papá, y durante casi un año seguir paso a paso su lento crecimiento fue el pasatiempo preferido de la familia. Cuando nos mudamos allí, mi hermano –el papá de Vanessa y Diego–, mi primo –el papá de Gabriela– y yo todavía éramos adolescentes. La casa nos parecía grande, grande y hermosa. Allí viví tranquilamente hasta hace sólo unos años, hasta cuando Gabriela, Vanessa y Diego decidieron que ya no debía quedarme sola e inicié mi vida itinerante por los hogares de los tres. Me gustó. Mis sobrinos nietos –que son un pequeño ejército– se aficionaron mucho a mí y disputaban entre ellos por mi compañía. Desde entonces la casa la han usado, según las circunstancias, para todo. Ahora vive aquí la pareja más joven de la familia y en el primer piso funciona el taller de pintura para niños que dirige una de las hijas de Gabriela. La única habitación que me reservé fue la biblioteca. Allí, junto a mis libros, reuní mis objetos más preciados: fotografías, discos, cartas, postales y muchas cosas más. Hasta los últimos tiempos, hacía que me llevaran ahí cada diez o quince días.

           Los diablis han subido corriendo las escaleras y esperan impacientes que el recién casado hijo de Diego vaya en busca del llavero. Cuando la puerta se abre, busco con la vista el banco que utilizaba para alcanzar a la parte más alta de las estanterías, sin percatarme de que Diego es un hombre de casi 1.90 de alto y ya está retirando cajas, canastas y bolsas de diversos tamaños. “Creo que ésta es”, dice, cuando su mano encuentra la cajita de cartón forrada en papel de regalo donde por décadas ha permanecido, guardado y aguardando este momento, el oso Pepe. ¡Y por fin, aquí está! Sentadito, con su trajecito a cuadros y su corbata michi. Su cuerpecito, sus bracitos y piernecitas todavía conservan algo del fino peluche que los cubría. Los estragos están en su rostro dulce, mil veces parchado, de ojitos de latón despintado y hociquito de jebe partido en dos. Gabriela y Vanessa lo reciben llorando y yo me descubro saltando de felicidad.

           Hoy amaneció muy temprano. Sin nubes en el cielo, el sol resplandece y su luz inunda hasta el último rincón del velatorio. Nada puede ser triste en una mañana tan linda como ésta, ni siquiera mi adiós. Uno de mis dos sobrinos bisnietos ha insistido en querer ver a su “tiabu”. Su mamá lo alza hasta que su cabecita está a la altura del vidrio. Mira mi cuerpo unos segundos, y después pregunta con curiosidad si también el osito que estoy abrazando está muerto.

           –No, Gaby, no. Los ositos de peluche no se mueren porque nunca han estado vivos. Lo peor que les puede pasar a los juguetes es que, como a las cosas viejas e inservibles, se les tire a la basura.
           “Venga para acá, mi pechocho, venga a los brazos de su mamá”, digo mientras saco al oso Pepe de su caja, lo apreto contra mi pecho y lo lleno de besos. Después hago que les dé besos a las diablis.
          –¡Dámelo, tía, dámelo! –dice Vanessa, queriéndomelo quitar.
          –Espérate, diablita, se los voy a dar a las dos. Pero no lo jaloneen ni lo agarren muy duro. Fíjense que está “de mírame y no me toques”.
           Las diablis lo toman con cuidado y se turnan para cargarlo y acariciarlo. A Gabriela le parece un peluche abuelito y me pregunta si puede llamarlo así. A Vanessa le intriga saber por qué tiene tantos remiendos.
          Cada remiendo era un plazo más que el oso Pepe y yo le añadíamos a mi niñez. Nunca quise desprenderme de él. Me regalaban ositos todas las navidades con la idea ingenua que el juguete nuevo podría sustituir al viejo, pero nosotros éramos inmunes a todo. A todo, menos a una frase lapidaria que mi mamá me lanzó cierto día: “¿No te da vergüenza jugar todavía con ese oso tan sucio y tan viejo?, ¡tan grandaza!, ¡qué dirían tus amigas si te vieran!”. Así que una mañana di al oso Pepe su último baño, esperé a que secara, le puse su ropa más bonita y lo acomodé en una caja donde estuviera a salvo del destino humillante del camión de la basura. Para que no se sintiera abandonado, puse junto a él a mis otros “hijos”: muñecas y ositos perfectamente conservados gracias a mi amor exclusivo por el oso Pepe. Ahora está solo, porque las muñecas fueron a parar a las manos de Gabriela y Vanessa y los otros ositos ocupan un lugar preferencial en el gran sillón de mi dormitorio. Cuando me divorcié, el oso Pepe me recomendó que los tuviera cerca de mí para que me acompañaran.
          Cuando termino de contar esta historia, ya Gabriela y Vanessa han perdido interés en el oso Pepe y hurgan con codicia en las otras cajas que he tenido que bajar.
          –Eh, eh, eh, diablitas, ¿qué hacen? Ahí no hay nada para ustedes. Pásenme las cajas una por una para volverlas a su sitio.
          –¿Vas a guardar de nuevo al oso abuelito, tía Ada?
–pregunta Gabriela.
          –Claro, Gaby, es un lugar seguro para él.
          –¿Y va a estar siempre ahí? –pregunta Vanessa.
          ¿Siempre?, me pregunto yo también. Ver al oso Pepe nunca deja de conmoverme. En realidad, quisiera que hubiera una forma de salvarlo definitivamente de convertirse en un desecho cualquiera.
          –No, Vane, para siempre no. Ya sé qué haré con él. ¡Sí..., cómo no se me ocurrió antes! ¡Cuando me muera, haré que lo entierren conmigo!
          –¿No te vas a morir pronto, tía Ada, no? –me pregunta Gabriela y percibo la angustia de su voz.
         A pesar de su corta edad, esta diablita ha vivido experiencias muy dolorosas. Perdió a su papá dos años atrás y a una de sus abuelas hace sólo unos meses. Siento que metí la pata, este tema debe de tener un cariz muy amargo para ella. Así que no se me ocurre nada mejor que lo que les digo a continuación.
         –No, Gaby, no. Yo me moriré dentro de muchos, muchísimos años. Entonces estaré arrugada como una pasita y ustedes serán señoras mayores, llenas de hijos y nietos, y Diego también será un abuelito. Así que pensándolo bien..., qué bueno que conocieron al oso Pepe, porque ahora tendrán que hacerme una promesa.


Ricardo Alfredo Kleine Samson


Neuquén, 29 de julio de 1999

Al Señor
Comandante Supremo de la OTAN
General Wesley Clark
EEUU
 

Estimado amigo:

            Con tristeza he leído, en los diarios de la fecha, la noticia de su alejamiento definitivo de tan prestigiosa organización, jerarquía que tan honrosamente ha presidido.
            Es de lamentar, también, pese al respaldo que España e Italia nos han dado, que esa institución haya rechazado nuestro deseo de ingresar a la misma. Esperando poder hacerlo en un futuro próximo, para poder así enriquecer a esa alianza estratégica con nuestra basta experiencia militar.
            Paralelamente a estas novedades, también me he informado, por diversos medios, de los porcentajes afectados por la guerra de los Balcanes, que entre los más importantes se destacaron: 40% del agua contaminada, 64% de viviendas destruidas, 88% de la población, (que sobrevivió) sin asistencia en servicios de salud, entre un 30 y 50% de la producción agropecuaria destruida y un 50% de escuelas desaparecidas. No se indican los porcentajes de personas muertas ya que por supuesto carece de importancia y no es relevante. Lo que habla a las claras de su éxito en esta empresa y de la humildad de su persona renunciando a la gloria, motivo por el cual entiendo su actitud. Junto a esta información, por cierto banal y estadística, se destaca el aporte concreto de más de US$ 2.000 millones con los que los países miembros de esa organización van a financiar la reconstrucción del daño ocasionado por la guerra, que sospechosamente no pudieron evitar. Evidenciando la solidaridad y humildad ante la actitud asumida.
           Aunque desconozco quien será su sucesor, permítame sugerirle le recomiende la lectura de un pequeño librito, que por tan solo 10 dólares podrá adquirir en cualquier librería de barrio, que se llama: El arte de la guerra y la estrategia de un chino llamado: Sun Tzu. Libro en el cual entre otras cosas pude leer:
          “En general, la mejor política en la guerra es la de apoderarse de un Estado intacto; es mucho menos ventajoso arruinarlo. No alienten el asesinato…”
          “Vale más capturar al ejército enemigo que aniquilarlo, tomar intacto un batallón, una compañía o un pelotón de cinco hombres, que destruirlo…”
           “En consecuencia, aquellos que son expertos en el arte de la guerra logran someter al enemigo sin dar batalla; se apoderan de las ciudades sin asaltarlas, y dan por tierra con sus gobernantes sin acudir a operaciones prolongadas...”
            De no conseguirlo, no dude Ud. en solicitármelo, envío que realizaré con mucho gusto.
  Reciba un cálido abrazo y un afectuoso saludo para su familia, la que espero se encuentre bien.

           Esteban Hurtado
           República Argentina

PD: Aprovechando su estancia en la ex-Yugoslavia salude Ud., de mi parte, con un fuerte abrazo, a Milosevic.
 
 

Esteban y las prostitutas

            –Buenas tardes,…A la Real Academia Española,
por favor...
            –Allá vamos,…¿Viene de paseo?
            –No. Vine a hacer trámites.
            –¿Es profesor de literatura, o algo así?
            –No. Soy jardinero...
            –Acá es...
            –¿Cuánto le debo?
            –20 pesetas
            –Adiós…
            –Adiós,...suerte…
            –Buenas tardes, quisiera cambiar la explicación de una palabra. ¿A dónde tengo que dirigirme?
            –¿Trajo los argumentos?
            –Sí...
            –Bueno, diríjase al piso 38, oficina 721...En el ascensor de la derecha…Por el pasillo de la izquierda…Al fondo...
            –¿Qué piso me dijo…?
            –Piso 38, oficina 721.
            –Gracias.

            –¿A qué piso va?
            –38…

            –Piso 38. Declaró el ascensorista
            –Gracias...

            –Buenas tardes, ¿qué necesita?
            –Mire. Quisiera cambiar la explicación de dos palabras que aparecen en el diccionario español…–dijo Esteban.
            –¿Cuáles?
            –Prostituta y capitalista. A las prostitutas llamarlas capitalistas y a los capitalistas: prostitutos...
            –¿CÓMO? ¿En qué se basa?
            –Mire,…salvo por la deshonra a los moralistas, las prostitutas honran la prostitución, porque son honestas con ellas mismas y con los demás. No se esconden tras la forma de nada, por el contrario se visten como tales, seducen. No prometen otra cosa que lo que hacen, mal o bien, pero lo hacen, y encima, y por lo cual, ganan dinero...Ofrecen y venden abstracciones, pero ellas son concretas como el dinero que ganan. Se las puede ver y tocar, por lo que son responsables, y salvo porque corren perseguidas por la moral disfrazada de policía, están en todos lados, y hasta alegremente se exponen en TV. Fantasía por la que también ellas son seducidas...Tal vez se equivoquen, pero son honestas. No son peligrosas ni éticas, además no dicen serlo, no lo necesitan, es evidente que no les interesa…No lo pregonan...Porque, en realidad, en lo único que se preocupan, no es en los hombres, ni su amor el motivo de su trabajo, ni siquiera lo que éstos usan para aparentar ser tales. Lo que ellas quieren, por lo único que se esfuerzan es por el dinero, por el lucro...Venden abstracciones, cobran efectivo, que además saben invertir en su belleza, son como capitalistas, invierten en mejorar su persona y su medio de trabajo. Arriesgan, cambian sus pechos, aún “a riesgo” de quedar feas...y perder clientes…Venden mentiras pero no engañan. Por eso son honestas...

            –¿Me va siguiendo…? –le preguntó Esteban
            –Sí…–tímida y asustada respondió la dependiente.
            –Las prostitutas no necesitan hacer cursos de marketing ni de otra cosa, ni siquiera de actuación, porque los que actúan son los que pagan, ¡Ellas no! Porque además nadie como ellas saben cómo es el hombre. Ellas los conocen muy bien...Lo peligroso no son ellas, son los prostitutos, porque prostituyen la prostitución. Disimulan y se visten de directivos, gerentes, gobernantes. Hacen cursos y estudian. Se mueven con velocidad generando abstracciones. Por su rapidez estimulan una estela luminosa, que asombra y enceguese a los curiosos. Lo que pretenden es no hacer nada concreto, como SÍ hacen las prostitutas, sólo inventan más y más abstracciones que generen otras como el dinero que inventan, porque no ganan de lo que invierten o arriesgan, porque no saben hacerlo, sino de las diferencias que hacen...Además son expuestos mentirosos, declaran su preocupación por las personas, pero en lo concreto es lo que menos les importa…Por eso no son capitalistas…Son fríos y calculadores con los de sangre caliente...Quizás el origen de sus males fuera la falta de cariño de sus madres o abuelas, pero UNAS así y todo las cuidan, mientras que los OTROS si pueden las venden...¿Me entendió? Por eso quiero cambiar la explicación de las palabras, porque estas no cambiaron, cambiaron los protagonistas.  Al menos para sincerarnos…¿Qué le parece?
            –Bueno…Mire…Tráigamelo por escrito…Creo que se lo van a reconocer.
            –Así lo haré. Gracias.
            –Gracias a Ud. Suerte.



 

Jorge Majfud

Selección de textos del libro Crítica de la pasión pura

            Debo reconocer que no sé qué es la muerte; apenas se me ha permitido descubrir su máscara y no sin las emociones que perjudican el entendimiento. Pero si fuese inmortal no tendría ninguna autoridad para hablar de ella; y si bien no tengo ninguna experiencia en morirme, sí la tengo en convivir con la conciencia de ese futuro inexorable.
            Decirle a un niño que una persona que muere se va al cielo no puede ser peor que explicarle cómo el alma desaparece y el cuerpo se queda en un ataúd. No solo porque el cielo es más hermoso que el ataúd, sino, sobre todo, porque ni los adultos sabemos para dónde va el alma cuando el cuerpo se queda solo.
             Las prescripciones morales consisten en hacer inefectivas las leyes de Darwin entre las creaturas metafísicas. Lo que es bueno en el reino natural es malo entre los animales productores de cultura. Las guerras, el dominio del más fuerte y la supresión de los débiles son repudiadas cuando se practican entre los hombres y admiradas cuando los protagonistas son dos renos. En las reservas ecológicas de todo el mundo, las criaturas han reimpuesto la Ley de la selva. Para ello prescribieron que los animales se maten unos a otros, según la medida que los vencedores impongan. Y para que este antiguo e inocente mecanismo de conservación funcione, las criaturas humanas se declararon a sí mismas fuera de competencia, dado su alto profesionalismo en materia de poder y exterminio. Claro que el genocidio se sigue practicando entre las criaturas al mismo tiempo que se lo repudia. Pero ello sucede porque si bien son animales culturales no dejan de ser animales simplemente.
             La ética es a los últimos mandamientos como la teología es a los primeros cinco. Ambos, ética y teología, son reflexiones que procuran confirmar, con cierta racionalidad, preceptos a priori incuestionables.
             Desde Platón, la explicación del curso errático de los planetas fue una obsesión de los astrónomos. Por principio, esta explicación debía ser numérica y lo más simple posible. Ptolomeo cumplió con la primera parte, pero la observación de variaciones imprevistas fue complicando el presupuesto geocéntrico con elementos ad hoc. Con la revolución heliocéntrica de Copérnico no se simplificó radicalmente esta situación: el presupuesto de órbitas circulares también necesitaba de ad hoc correctivos. Después de milenios, Kepler resolvió el problema con un sistema de órbitas elípticas tomadas de la antigua matemática griega. Fue sólo entonces que el prejuicio metafísico de Platón quedó satisfecho y descansó en paz. Tanto la resolución copernicana como la más antigua de Ptolomeo subscribían el precepto pitagórico de una naturaleza numérica  del cosmos. La diferencia entre unas y otra consiste en que la teoría de Kepler era harto más simple, y no poseía elementos ad hoc. –La base de la simplicidad platónica de las ciencias  consiste en la eliminación de todos los ad hoc que disgregan la unidad con adiciones independientes. Y su hipótesis de partida es la exclusión de Dios en el funcionamiento de su propia Obra.
              El mayor defecto de un ad hoc en una teoría no es sólo la pérdida del “monismo”; además interrumpe la cadena de reducciones, es decir, la verticalidad de esa unidad, que es una de las condiciones del materialismo. Tomemos un ejemplo cualquiera. ¿Por qué los testículos están en la parte exterior del cuerpo humano y no adentro como los ovarios? Conocida respuesta: porque el semen necesita menor temperatura que el resto del cuerpo. Pero, ¿cómo se establece un funcionamiento tan “lógico”?  Para explicarlo bien podríamos recurrir al nous de Anaxágoras o a la wille de Schopenhauer. Pero ambos son ad hoc para la estructura materialista, y si optásemos por ellos ya no podríamos seguir reduciéndolos a elementos más simples. En cambio, podemos optar por un tercer elemento, tan omniexplicativo como los anteriores: el azar. En este caso optamos por el azar de los darwinianos. (Prueba y error mediante, los testículos se fueron ubicando en la posición más favorable a sus condiciones térmicas. La cantidad de soluciones erróneas se pueden contar en trillones; ese no es el problema). Al hacerlo, no sólo estamos reduciendo un problema complejo a un factor originario mucho más simple; también estamos derivando el problema al dominio de nuestra mentalidad mecanicista. La naturaleza mecánica se expresa en una relación, aparentemente simple, de causa-efecto. Pero al final (o al principio) la Causa puede ser una de dos: el Motor Primero (Dios, nous o logos) o el puro azar.  Si elegimos el primero, el problema se complica al cuadrado; si elegimos el segundo, descansaremos en paz, en una especie de “lógico absurdo,” un oximorón más accesible a la razón científica que Dios. El azar es la raíz donde se reducen todos los conocidos (o concebidos) fenómenos evolutivos, físicos o biológicos. Es el único fenómeno (¿físico?) al que la ciencia no interroga; es el fenómeno más fronterizo entre lo complejo y lo inexplicable, entre la teoría del Caos y la metafísica. Se pueden estudiar las probabilidades de un juego de dados o del clima, pero nunca se podrá explicar qué produce el azar, qué es, de dónde viene. No sin recurrir a diferentes ramas sospechosas de la filosofía. Si el Azar está al principio de toda deducción (o al final de toda reducción) Dios o una Inteligencia ordenadora está al final. Pero ambos, Dios y Azar, son igualmente irreductibles. Es decir, inexplicables.
            Una vez alguien me dijo que yo no podía hablar de religión porque no era un hombre religioso. Me quedé pensando un instante, porque en algo tenía razón: yo soy un espíritu religioso, pero no soy un hombre religioso porque mi mente desconoce la seguridad. Obviamente, se equivocaba en lo demás. “Señor –quise contestar, no sin timidez–, si los sacerdotes católicos desde siempre han dado consejos matrimoniales y ahora hasta dan clase de conducta sexual, ¿por qué no podría un ateo enseñar teología?”
           La Inquisición asesinó en nombre de Dios; la Revolución Francesa en nombre de la libertad; el marxismo-leninismo en nombre de la igualdad. Durante el pasado siglo XX, Dios, la Libertad y la Igualdad representaron verdades absolutas, caras a espíritus nobles y diversos. Para cada grupo de criaturas, la imposición de su verdad era básica para el destino de la Humanidad. Pero la Libertad moderna se oponía a Dios, según los fundamentalistas; la Igualdad socialista se oponía a la Libertad, según el capitalismo; y la religión y el opio se oponían a la Igualdad del pueblo, según los marxistas. –Durante el pasado siglo XX la sangre corrió siempre en nombre de Dios, la Libertad y la Igualdad. Pensamos que en el próximo siglo la sangre seguirá corriendo, aunque ya no necesitará de tan nobles excusas para hacerlo.
          Algunas sectas que afirman la resurrección del cuerpo rechazan la cremación y temen la mutilación de los cadáveres, ya que el cuerpo (dicen) deberá levantarse un día para volver a ser asiento o parte inseparable del alma. A ninguna religión se le puede exigir alguna lógica y menos sentido común; pero tampoco a los otros se nos puede prohibir que ejercitemos esas dos banalidades del intelecto. Por ejemplo, se nos da por pensar, un milagro que devuelva la juventud a un montón de huesos agrupados no necesita mucho más para hacer lo mismo con un montón de huesos dispersos. Tampoco sería un milagro mayor hacer lo mismo con un montón de polvo ya que, según el Génesis, eso fue lo primero que hizo Dios cuando pensó en un hombre y lo que temen los budistas e hindúes que vuelva a hacer. Deshacer el proceso del fuego no debería ser más milagroso que revertir la lenta y desagradable descomposición del cuerpo. E imaginar obstáculos para la Voluntad Divina es, en cierta forma, una blasfemia o una nueva contradicción.
          Cuando Newton formuló el comportamiento de la gravitación universal, todo el mundo estuvo de acuerdo qué era el Universo y cómo funcionaba. La Verdad absoluta estaba sintetizada en la fórmula:

F = k . (M . m) / d²
Usando esta misma teoría, el astrónomo Edmund Halley predijo la aparición de un cometa para el año 1758. Por supuesto, el cometa se hizo presente y fue bautizado con el nombre de su profeta. La experiencia y la observación confirmaron todas las predicciones de Newton. ¿Por qué dudar, entonces? Al fin y al cabo era una fórmula matemática. –Todo bien, hasta que unos siglos más tarde el doctor Einstein formuló la suya. Entonces el espacio absoluto y tridimensional de Newton se desplomó como la manzana. Ya no había una fuerza gravitatoria que procedía de los cuerpos sino un espacio-tiempo que se curvaba para tragárselos. La teoría de Newton pasó a ser un caso muy particular de la nueva teoría General la que, como la anterior, fue confirmada por la observación y la experiencia. La visión cosmológica del Universo volvió a cambiar, radicalmente, como tantas otras veces.
             Decepcionados con los cambios y las revoluciones de la filosofía, los positivistas propusieron a la ciencia como modelo de Verdad. Sólo que más tarde, no bien comenzado el siglo XX, también las ciencias se revelaron tan inestables como la abominada historia de la filosofía. Aunque fructífera, la historia de las ciencias comenzó a mostrar su verdadera naturaleza (la naturaleza de la criatura metafísica), llena de revoluciones y parricidios. Este fenómeno afectó no sólo a las ciencias naturales; también movió los cimientos de la divina matemática. –Durante siglos, los científicos estuvieron seguros de que el mundo era res extensa y que, como razonó Descartes, la distancia de las paredes de un vaso lleno de vacío era igual a cero. Por los años veinte, otro científico, el señor Arthur Eddington, advirtió que la sólida mesa sobre la cual estaba escribiendo era más vacío que materia. Es más, de materia sólo tenía una billonésima parte y que, aquello que veía como una mesa no era más que un “efecto” del nuevo fenómeno sobre sus sentidos. Si se me permite una exageración, diré que Eddington comprendió que el mundo era una ilusión, como la ilusión de Buda o la del alucinado George Berkeley. –Ahora, el platonismo en la cosmología más profunda y el hermoso principio pitagórico, ambos, cimientos metafísicos de toda la ciencia moderna, ya no son posibles. Porque la gran Armonía no existe; no hay música de las esferas sino disonancia de las explosiones; no hay orden sino caos; el mundo ya no se expresa a través de los números sino lo contrario: son los números los que se expresan a través de la naturaleza (eso cuando pretenden ser algo más que una ciencia formal). Sobre el siglo XXI, la ciencia se ha acercado tanto a la filosofía que ya casi no se distingue a un físico teórico de uno de aquellos filósofos que se ocupaban de cosmología, en Grecia o en la Europa del siglo XVIII.
             Donde antes estaban los dioses, ahora están los satélites artificiales y el telescopio Hubble, escrutando el Finitoperoilimitado cuasi vacío. También en este sentido conservamos una mentalidad primitiva: miramos a través de millones de años luz buscando explicaciones existenciales. Como si la Verdad estuviese situada en un más allá espacial que rodea el mundo material. No en un ser insignificante como la criatura metafísica.
             Cambiar de estado es negar el anterior. Ante un suceso doloroso caemos en la inconsciencia, si estamos despiertos; o despertamos, si estamos dormidos.
             Alguna vez el poder estuvo concentrado en los sacerdotes y en los faraones; luego lo estuvo en los reyes y en los emperadores, como en Siria o como en Roma; alguna vez el poder estuvo en el pueblo, o en una clase del pueblo, como en Grecia; luego estuvo en la Iglesia y luego en los Estados. Ahora el poder está en el Dinero y como siempre mal repartido.
             Un anglosajón no puede leer más de cien páginas si la escritura no está adaptada en forma de thriller. Así puede ser una investigación científica sobre la Esfinge de Egipto (ver Keeper of Genesis, de Bauval y Hancock) o sobre la ubicación de la tumba de Cristo. Si Copérnico hubiese nacido en algún país anglosajón del siglo XX, hubiese recurrido al misterio para aplazar por 900 páginas de paperbacks la idea de que Gea da vueltas alrededor del Sol. –Una persona que tenga la suerte o la desgracia de nacer en un país anglosajón estará condenada a vivir y pensar dentro de los límites geográficos que le marca su propia lengua. Si es un hombre culto probablemente ignorará todos aquellos pensadores que no se expresaron en su lengua. Si es un turista o un emigrado, irá a alguno de aquellos países que alguna vez fueron el Imperio Británico. Si es editor de enciclopedias y no es el de la Enciclopedia Británica, seguramente no tendrá lugar para nombres y palabras que no tengan una pronunciación arbitraria.
            De la publicidad depende el éxito momentáneo
(y a veces permanente) de cualquier empresa humana: desodorantes, detergentes, presidentes, hamburguesas, poemas, religiones, biblias y calefones.  El éxito o el fracaso de un jabón depende de la fama de la modelo que lo publicite. Todos saben que los elogios de un personaje famoso a un producto no son sinceros y que lo mismo podía haber dicho de la competencia si la competencia le hubiese pagado un poco más. Pero también todos saben que sin esa mentira la marca no se vendería como se vende. Es decir que la gente reconoce fácilmente lo que es verdadero y lo que es publicidad. Pero elige la publicidad.
            La Paz es un estado de la conciencia y, en nuestro mundo, depende de otra realidad, que es física y nunca del todo gobernable. O depende de su realidad propia, de la conciencia misma. Esto último fue lo que comprendió Buda y olvidamos los otros.
            Sófocles y Esquilo compitieron por el aplauso del pueblo griego. Shakespeare escribía para el teatro, no para la eternidad de la letra impresa. A diferencia de los grandes escritores del siglo XX, al inglés lo preocupaba, especialmente, el juicio y la aceptación del público de esa noche. Como cualquier libretista de Hollywood o de televisión. Porque hubieron tiempos en que la profundidad y la inteligencia tuvieron rating.
            Es probable que uno siempre tienda a considerar su propio tiempo como decadente o decepcionante. Y ello tal vez se deba al hecho de que al pasado lo conocemos por sus genios, que son los más recordados por las bibliotecas. No consideramos, entonces, que en tiempos de Newton y de Homero hubieron tantos imbéciles como ahora y que casi todos fueron olvidados como un día seremos olvidados nosotros. Al menos que, a diferencia de las bibliotecas, las memorias electrónicas sigan guardando imbéciles en lugar de genios.
            Si no existieras, igual Serías el principal protagonista de la Historia.